lunes, 23 de noviembre de 2015

pensar románticamente...

La inmigración ha sido una necesidad constante en los pueblos latinoamericanos en las últimas décadas. Si hace años la historia fue a la inversa y los europeos viajaban a América a probar suerte,  la ola de latinoamericanos que deciden dejarlo todo atrás para comenzar una nueva vida en un país con mayores oportunidades,

En el caso de Venezuela, se suele hablar mucho que son los profesionales mejor preparados y si bien yo no sé si son los mejores, si que puedo decir que el sistema educativo venezolano, especialmente en Educación superior, es muy bueno, muy exigente. Universidades hoy en día hay muchas y con este florecimiento, las universidades piratas también han encontrado su puesto, pero un título de las universidades históricas del país sigue siendo un aval a nivel internacional.

Muchos profesionales se marchan, en la mayoría de los casos debido a las situaciones políticas, económicas y sociales del país. A diferencia de por ejemplo, España, donde muchos se marchan por falta de trabajo, de países como Venezuela o Argentina, la gente se marcha con trabajo, trabajo como no gusta decir: de lo suyo, pero con unas condiciones de vida, donde trabajar de lo suyo, no tiene el valor suficiente para la permanencia. 

Mucha gente se va entonces con la idea romántica de volver, volver a esa país que aman por sobre todas las cosas y que no les parece que en el mundo haya otro más bonito, más hermoso, con mejores paisajes, con mejores rumbas y mejor comida. La gente se va como quien se divorcia, porque el otro lo ha pedido, pero no porque nosotros lo queramos. Las personas se van entonces echadas, con el corazón roto, sin comprender en muchas ocasiones porque si quisieron y trabajaron tanto, los trataron así. 

Y en toda esta melancolía de comenzar a buscar harina pan en los sitios más recónditos donde se llega, y de dar palmas con las orejas cuando se encuentra en una tienda brasilera, africana o colombiana, un producto que nos sabe a hogar, la vida transcurre poco a poco, permitiendo que el extranjero en ciudades cosmopolitas, se mimetice con el entorno. En Londres, Madrid, Roma, Dublin, extranjeros es lo que abunda y esta sobrepoblación de extranjeros, nos hace sentirnos menos solos. 

Poco a poco nos acostumbramos al clima, a los acentos, a las costumbres. Poco a poco vamos haciendo amigos, de aquí y de allá, con reuniones que se parecen a la ONU... solitarios que llegaron a un país demasiado tarde para tener amigos nacionales, pero que encontraron en la diversidad cultural, los compañeros de aventura perfectos. 

Y entonces, aunque el amor por una tierra no desaparezca, si que lo hace esa necesidad imperiosa de volver. La vida se ha hecho lejos, quizás hemos conocido al amor de nuestras vidas, a quien por supuesto, Venezuela le suena tan cercano como Marte, quizás hemos tenido hijos, para quienes la arepa es un plato sagrado, pero hablan con acento, o a lo mejor, nunca hemos estado tan bien profesionalmente.  A lo mejor no ha pasado nada de eso, y sin embargo, nos encontramos estables, felices, sin necesidad de cambiar.

El sueño de volver desaparece, está ahí como una ilusión, pero no es real. Volver es complicado, en muchas ocasiones, mucho más complicado que el irnos, sobre todo si nos ha ido bien.